Se llamaba Alphonse Gabriel Capone, pero la historia lo recuerda como Al Capone, o como Caracortada (Scarface, en inglés), un apodo que se ganó por tener una cicatriz en la cara provocada por una navaja. Con esa imagen, ya podemos hacernos una idea de cómo era Al Capone, cuál era su estilo de vida.
Pero no
fueron las balas, ni un puñal, ni el veneno lo que acabó con él. Como capo de la mafia, tuvo
muchísimos enemigos, sin embargo, durante toda su vida, gestionó astutamente las amenazas y consiguió
salir airoso. De quien no pudo escapar fue de la sífilis, enfermedad que
había contraído durante su juventud y que terminó por acabar con su vida. El
matiz es que esta enfermedad le causó la muerte porque nuestro protagonista se
negó a ponerse la medicación por miedo a las agujas.
Aunque
en su tarjeta de visita dijera que se dedicaba a las antigüedades, la realidad
es que a finales de los años 20, su nombre ya estaba en la lista de los más
buscados del FBI. Y no precisamente por vender objetos antiguos. El tráfico ilegal de bebidas
alcohólicas y las salas de juego le dieron muchas alegrías a Capone,
quien se calcula que sobre 1927 tenía una fortuna de cerca de 100 millones de
dólares, pero eso no evitó que, con la abolición de la ley seca una gran parte del imperio del gánster se debilitara.
Tampoco en lo personal corrió mucha mejor suerte. Capone comenzó a mostrar signos
de demencia consecuencia de la sífilis que arrastraba ya muchos años. Sus últimos
años de cárcel los pasó en un hospital, hasta que en 1939 se
le concedió la libertad condicional. Para entonces, estaba arruinado y en su
peor momento.
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