domingo, marzo 27, 2016

Queremos visibilidad, no privacidad (o cómo todos los caminos llevan a Eco)

En mi primer año de carrera, a alguien se le ocurrió que sería genial que nos leyésemos Cómo se escribe una tesis, de Umberto Eco. Estábamos bien lejos de empezar una tesis (algunos, a cuatro o cinco años, otros, eternamente lejos), pero ahí estábamos todos, recién llegados a la universidad y leyendo a Eco. Utilicé sus consejos en muchos trabajos durante la licenciatura y debo decir que no me fue nada mal, a pesar de que me sigue pareciendo que esa lectura era innecesaria en aquel momento, cuando empezábamos a aterrizar en la licenciatura. O quizá es porque prefiero otros libros suyos... soy más de novela que de ensayo, lo confieso. 

Para mí, Eco es ese señor que mezclaba la filosofía con la comunicación sin que le temblara el pulso, y sobre todo, es aquel que dijo, por fin, que aquello de la objetividad periodística no es más que un mito. 

El caso es que años después, ya con la tesis en el horno (ahora sí), y recopilando documentación... ¡Eco otra vez! No en un libro suyo, sino en un prólogo de uno sobre la comunicación de masas de Mauro Wolf. Ayer, después de volver a coger ese libro para comprobar algunas cosas, me puse a buscar artículos sobre redes sociales, en concreto sobre el tema de la tesis susodicha, y me encuentro por casualidad con un artículo suyo, precisamente, hablando de lo que estaba buscando: la privacidad en Internet

Es así, todos los caminos llevan a Eco. 

Así que, como tras fallecer el pasado 19 de febrero dejó bien claro en su testamento que no quería que le hicieran homenajes en, al menos, diez años, ni lo intentaré. Pero tengo la obligación moral de compartir aquel artículo con vosotros. 

Aquí va: 


UMBERTO ECO 19 JUL 2014

Dando a cambio nuestra privacidad

Uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, que a todas luces parece preocupar a todos hoy día, es el número creciente de amenazas a nuestra privacidad.

En los términos más llanos, asumimos que “privacidad” significa que todos tienen el derecho a proceder con sus propios asuntos sin que alguien más —en particular dependencias ligadas a centros de poder— se entere al respecto. Valoramos tanto nuestra privacidad que hemos establecido instituciones y regulaciones para salvaguardarla.

A últimas fechas, nuestras conversaciones a menudo dan un giro hacia cuánto nos preocupa que alguien pudiera piratear nuestros estados de cuenta de tarjetas de crédito y averiguar qué bienes hemos comprado, en qué hoteles nos hemos hospedado o dónde hemos cenado. No importa el miedo a que nuestros teléfonos pudieran ser intervenidos sin causa justa: Vodafone, la empresa británica de telecomunicaciones, hizo sonar la alarma sobre agentes más o menos secretos en varios países obteniendo acceso a las personas con las que hablamos y lo que decimos al teléfono.

Por la manera en que hablamos de la privacidad, parecería que la consideramos sagrada, como algo que debe defenderse a cualquier precio, para que no terminemos viviendo en una sociedad gobernada por el proverbial Hermano Mayor de George Orwell: una entidad que todo lo ve y vigila cada una de nuestras acciones y, quizá, incluso cada uno de nuestros pensamientos.

Pero, a juzgar por nuestra conducta, ¿realmente nos preocupa mucho la privacidad? Consideren lo siguiente: hubo una época en que la mayor amenaza a la privacidad de una persona era el chisme; la gente temía que su ropa sucia fuera ventilada en público, preocupada de que eso pudiera dañar su reputación. Sin embargo, actualmente, a medida que tantos luchamos con la manera de definirnos en el mundo moderno, existe una amenaza mayor que la pérdida de privacidad: la pérdida de visibilidad. En nuestra sociedad hiperconectada, muchos de nosotros sólo queremos que nos vean.

De esta manera, una mujer que se prostituye (y que, en los viejos tiempos, habría intentando ocultar su oficio tanto a familia como vecinos), se promueve como una “acompañante” y adopta un papel público, quizá apareciendo incluso en televisión. Parejas que en otra época pudieran haber mantenido en privado las dificultades de su vida ahora se presentan en vulgares programas de TV, revelándose como adúlteros o cornudos, y son recibidos con aplausos. El extraño sentado a su lado en el tren le grita a su teléfono lo que piensa de su cuñada o lo que su asesor fiscal debería hacer. Y el sujeto de una investigación policial de alto perfil —quien, en otra era, pudiera haber abandonado la ciudad o permanecido discretamente en casa, esperando a que pase la ola del escándalo— pudiera más bien incrementar sus apariciones en público y poner una sonrisa en su cara, ya que es mejor ser un ladrón de mala fama que un hombre honesto pero anónimo.

El sociólogo Zygmunt Bauman escribió hace poco en La Repubblica sobre el poder de Facebook y otros medios sociales para hacer que la gente se sienta interconectada. Esto evocó un artículo que Bauman escribió para el Social Europe Journal en 2012, en el cual habla de cómo los medios sociales, como instrumentos para llevar un registro de los pensamientos y emociones de la gente, pueden ser controlados por diversos poderes interesados en vigilancia electrónica. Bauman destaca que, a final de cuentas, ese tipo de violaciones a la privacidad es posible gracias a la entusiasta participación de la misma gente cuya privacidad está siendo violada. Argumenta que “vivimos en una sociedad confesional, promoviendo la propia exposición en público del orden de la principal y más fácil disponible, así como discutiblemente la más potente y la única prueba en verdad apta de existencia social”.

En otras palabras, por primera vez en la historia de la humanidad, los espiados están colaborando con los espías para simplificar la tarea de estos últimos. Lo que es más, la persona promedio extrae satisfacción de rendir su privacidad cuando eso le permite sentir como si otros verdaderamente lo “vieran”. (No importa si lo que ellos ven es su comportamiento como idiota o incluso como delincuente).

Una vez que seamos capaces de saber absolutamente todo de todos los demás, el exceso de información sólo producirá confusión e interferencia. Esto debería preocupar a los espías, mas no a los espiados, quienes parecen conformes con la idea de que ellos, y sus secretos más íntimos, sean conocidos por amigos, vecinos e incluso enemigos. A últimas fechas, quizá someterse a ese tipo de exposición es la única forma de sentirse realmente vivo y conectado.


Vía: Sala de Prensa 

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