Si la
escena del crimen es algo indispensable para la resolución de un caso, cada uno
de los elementos que podamos encontrar en ella también lo son. Incluidos los
seres vivos. Y no me refiero a posibles supervivientes, sino a aquellos que, en
algunos casos, llegan a la escena del crimen antes que la Policía y pueden dar
muchísimos datos: los insectos.
Ellos son la base de la entomología forense,
centrada precisamente en el estudio de insectos asociados a un cuerpo en
descomposición, y ellos pueden ayudar a determinar la hora de la muerte, las
causas y las circunstancias, dar a conocer si la víctima ha sido trasladada o
si ha consumido alguna sustancia. En ciertos casos, los datos que aportan estos
invertebrados son cruciales para la investigación.
El
intervalo entre el momento de la muerte de la víctima y el hallazgo de los
restos da lugar a la acumulación de insectos adultos y a larvas, en diferentes
estados de desarrollo, que informa al entomólogo de cómo y donde se produjo la
muerte, además de informarle a nivel toxicológico, es decir, si hay presencia
de drogas, tóxicos, etcétera.
El primer documento conocido
sobre el uso de esta técnica se remonta al siglo XIII y es nada menos que un
manual de Medicina Legal chino que hace referencia a un caso de homicidio: Un
labrador apareció degollado por una hoz y no había pistas que pudieran ayudar a
señalar al culpable. Para lograr una solución, se hizo que los labradores de la
zona depositasen sus hoces en el suelo al aire libre y se observó a cuál de
ellas iban las moscas. Atraídas por los restos de sangre que, aunque no eran
visibles, permanecían en la hoz, se pudo determinar que la elegida por los
insectos era la hoz que había sido utilizada para cometer el crimen.
Desde
entonces, la entomología ha recorrido un largo camino hasta consolidarse como
parte esencial en algunas investigaciones.
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